Sus labios rozaron los míos mientras las lágrimas morían en la comisura de nuestras bocas unidas. El sabor salado quedaba perfecto con el tono cálido y anaranjado de aquel beso de despedida. Cada recuerdo tenía diferentes matices, incluso sus ojos ahora parecían despedir rayos de un sol crepuscular. Estábamos muriendo en aquel beso, depositando letras, comas, interrogantes y versos que nunca fueron exclamados por nuestra voz. Las lágrimas no paraban de derramarse, grandes traicioneras, cuando sólo queríamos fingir que aquello no dolía tanto. No estábamos desgarrándonos el alma ni robándonos trozos del corazón. Estábamos dándonos una suave despedida, llena y vacía, llena de todo aquel silencioso veneno de un corazón roto, vacía de la absoluta soledad en la que nos queríamos inmiscuir. Sin marcar de alguna forma nuestra piel, estábamos tatuándonos lentamente aquel adiós, una nueva cicatriz para el álbum, un nuevo punto final en la historia, que anhelaba ser sustituido por un punto suspensivo, para que no doliera más. El beso término y las lágrimas empezaron a morir en el filo de la mandíbula, creando una cascada suave pero fluida. No volvimos a mirarnos a los ojos. Nuestros dedos se soltaron lentamente de aquel agarre vital, y nos dimos la espalda.
Un pedazo de nuestra vida se quedó con el otro. Un pedazo de aquel atardecer sustituyó aquella vida.
Este es solo un blog nacido del ojo de un huracán, del momento más grande de intensidad de una tormenta.
martes, 25 de agosto de 2015
Color crepúsculo.
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