Solía amar su sonrisa. Vivía enamorada de los surcos de sus labios y de las hoyuelos en su mejilla. Me embobaba mirando sus pestañas y contando sus lunares. Amaba el olor en su cuello, en su pecho y en su nuca. Me enterraba entre sus brazos, regocijandome del calor y la protección que transmitían. Solía quedarme horas mirándolo, solo por el placer de admirar su belleza sutil y deslumbrante. Me la pasaba soñando despierta con volver a verlo y sentir sus labios contra los mios, la dulzura en sus caricias y la pasión en sus roces. Amaba su cabello casi al ras y su piel clara y suave. Solía estar enamorada de cada parte suya, de cada curva, cada surco, cada profundidad, cada cicatriz, cada vacío. Solía estar enamorada de su alma y su luz. Hasta que un día me fue arrebatada la fantasía y fui introducida bruscamente a la realidad. Todo aquel príncipe de movimientos tiernos y palabras dulces era mi creación sobre una bestia, tosca, torpe, burda y sin magia. Yo me había enamorado de lo que quería que fuera y vi en algunos instantes tan finitos, casi inexistentes. Hice de ambos un pequeño libro, un pequeño infinito que se extinguió entre mis manos, y apuñalo mi corazón.
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