martes, 29 de noviembre de 2016

El sabor de un beso.

No puedo parar de mirarlo. Sus ojos son de un café tan profundo, que hace que me cuestione la posibilidad de sumergirme dentro de ellos. Su sonrisa puede alumbrar el lugar por entero. Su cabello ondea al viento inexistente dentro de este lugar, se ve tan sedoso que no puedo evitar crispar las manos por el deseo de enterrar mis dedos entre las hebras de su cabello. Sus cejas son perfectas, negras y gruesas, y se curvan de una forma irresistible cuando sus ojos sonríen. Sus manos son grandes, y estoy segura de que podrían abarcar toda mi espalda en un solo abrazo.
Apartó la mirada cuando el me pilla estudiándolo, y un suave escalofrío recorre mi espina dorsal cuando su risa es receptada por mi órgano auditivo.
Me sonrojo y me miró las manos, dibujando círculos con mis muñecas.
Han pasado años desde que alguna vez estuve encerrada en la cárcel de su pecho, meses desde que dibuje líneas invisibles sobre su piel.
Y sin embargo, no puedo arrancarme esa sensación de atracción de imanes que la electricidad de estar en el mismo espacio físico que él me genera.
Porque, fuera como sea, mi espacio emocional se quedó con él en nuestro último beso.

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