jueves, 29 de mayo de 2014

Inanición.

Ellos solían sonreír al amanecer, cuando él era su sol y ella la luz en sus ojos. Ambos solían salir a correr en las mañanas, movidos por una pasión desenfrenada por el deporte, que los había unido ya tiempo atrás. Él solía acompañarla en las tardes, al planetario, donde le gustaba observar las galaxias que el telescopio le permitiera ver y enseñarle a él el nombre de las constelaciones. Ella solía acompañarlo después de eso, a la biblioteca, donde él se deleitaba leyendole aquellos tomos de más de 600 páginas que ella nunca se atrevería a hojear sin él. Ellos solían sentarse en las noches, atrás de su casa, mirando la luna, única testigo de los besos apasionados que se daban acostados allí, única testigo de los inevitables problemas que un día tuvieron, única testigo de la perdida del amor que se tenían, que se profesaban. La luna fue la única que pudo darse cuenta de cómo aquello les destrozó a los dos. Ella dejo de amar las galaxias, y él dejo de leer sus libros. Ellos dejaron de hacer cualquier cosa que les recordará al otro, y como su intimidad había llegado tan lejos, murieron inveitablemente por inanición.

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