viernes, 26 de diciembre de 2014

Tengo miedo.

Es sutil, casi no está y casi no lo siento, pero sigue ahí, asecha suave, sin permisos y sin rodeos.
Tengo miedo.
Miedo silencioso, sigiloso, a que seamos demasiado o no seamos suficiente, miedo a perderte, a abrir los ojos un día y dejar de sentir.
Miedo a dejarte, a que me olvides o a que ya no te quiera. Miedo a dejarnos, quizá en alguna tarde febril, de esas que nos gustan tanto, quizá a mitad de un beso, miedo a que ese beso deje a mis pulmones con algo de oxigeno, a mi cerebro con rastros de duda y a mi corazón con dejos de pena.
Tengo miedo a que usted no me quiera, como profesa quererme, a que lo que usted sienta sea efímero, poco fuerte, más bien endeble.
Tengo miedo, joven, de que lo nuestro sea necesidad de unos pocos meses y no realidad de eternos años.
Son las dos de la mañana y el miedo, la incertidumbre, ese pequeño goteo racional me mantienen despierta, eso y el color oscuro de sus ojos, y la suave fluidez de su risa.
Porque su recuerdo y mis dudas son mejor para mantenerme despierta que la ansiedad de un examen próximo.
Porque aunque no es vino, el ron en mi sistema y el pensamiento de su ser me mantienen alerta, pensante, reflexiva.
Usted despierta zonas de mi realidad, caos de mi racionalidad, que nadie más había logrado perturbar. Ha pasado de largo aquellos letreros de advertencia y se ha inmiscuido en cada rincón. Cada hasa y cada giro de mi ADN.
Y esa inseguridad de lo nunca antes experimentado, esa intensidad de lo previamente no vivido, esa idealidad  de lo ansiosamente esperado, me producen miedo, curiosidad, angustia, y hasta un deje de felicidad que me deja un sabor a usted en la boca.

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